En los sótanos de la memoria malagueña, donde el papel huele a salitre y tiempo, descansan los mapas de los Cartógrafos Cantores. Estos hombres no medían la tierra con pasos, sino con estrofas. Según sus pergaminos, Fuengirola no es un lugar, es un estado de la voz: el eco del verbo arcaico fuengir.
Cartografos cantores. Imagen creada con ayuda de Gemini.
I. El Arte de Fuengir
En la antigüedad, fuengir era la lengua oficial de la orilla. No se hablaba con la garganta, sino con el pecho abierto al viento de levante. Los pescadores más viejos sabían que el mar no ruge por azar; el mar fuenge cuando tiene un secreto que entregar a la arena.
Los geografos cantores con el castillo de Sohail al fondo. Imagen creada con la ayuda de Gemini.
II. Las Caracolas del Consejo
Se dice que, bajo el amparo de la noche, los amantes desesperados acudían a la orilla con una ofrenda de silencio. Buscaban las caracolas más pálidas, aquellas que habían pasado décadas escuchando las corrientes profundas del Alborán.
Amantes escuchando caracolas, con el castillo de Sohail al fondo. Imagen creada con ayuda de Gemini.
Al acercarlas al oído, no escuchaban el simple movimiento del aire, sino el consejo articulado de la ola:
Si la caracola vibraba en un tono grave, el amor era de roca: duradero pero difícil de tallar.
Los amantes escuchan tonos graves. Imagen generada con ayuda de Gemini.
Si el sonido era un silbido agudo, el amor era de espuma: brillante, pero destinado a desvanecerse con la primera luz.
Si los amantes oyen agudos en la caracola… Imagen generada con ayuda de Nanobanana.
III. El Empedrado de los Deseos
Hoy, los árboles que bordean la costa parecen mantenerse en pie solo para escuchar ese murmullo. Cada piedra del suelo empedrado es, en realidad, una palabra de amor que se petrificó al no ser correspondida, formando un camino que guía a los nuevos soñadores hacia el borde del agua.
Hoy es 28 de diciembre, el día de Santos Inocentes. Esta etimología es absurda. Otro día hablaré de la auténtica etimología, que es mucho más compleja de lo que parece: parece Fuente en la Girola, pero creo que es mucho más complicado.
NOTAS
[1]
Nota fotos y texto. Salvo las fotos que tienen un agradecimiento específico, como por ejemplo Wikipedia, son nuestras y las licenciamos con
Paseando por Fuengirola hay muchas calles con bonitas decoraciones de Navidad. Las hay muy bonitas, pero en esta ocasión he querido mostrar una decoración sencilla en una calle cualquiera.
Luces de Navidad. Foto retocada con IA.
En una placita con un parque infantil nos encontramos con este «árbol» de Navidad. Pongo «árbol» entre comillas, pues se trata de un cono. Entiendo que quieren simular una conífera. También entiendo que es mucho más fácil un cono, que se autosostiene, que hacer que hubiera un tronco y que el cono surgiera a media altura, pero el concepto de árbol queda bastante maltrecho.
Árbol de Navidad en el parque infantil «El Concejo».
Al mirar uno de esos conos iluminados con ledes que pretenden ser árboles, me ha atravesado una sensación inesperada de soledad. No es solo que el árbol esté solo: es que parece erigirse como un vigía abandonado, una figura que brilla únicamente para sí misma en medio de la noche. Su luz, tan blanca y azulada, es fría, no abriga; más bien subraya el silencio que lo rodea, como si cada punto de brillante fuese un recordatorio de que no hay nadie más allí, de que su fulgor no encuentra ojos que lo acompañen.
Ser lo único luminoso en un espacio oscuro lo convierte en un faro sin navegantes, en una hoguera sin historias alrededor. Y esa soledad, tan quieta, tan vertical, se contagia. Uno siente que el árbol —o lo que intenta ser árbol— pide compañía sin saber pedirla, como si su geometría perfecta ocultara un temblor íntimo.
Quizá por eso pienso que, si lo vestimos de colores, parte de ese frío se disipará. El blanco es invierno, es escarcha, es madrugada sin pasos. En cambio, los colores —los verdaderos, los que vibran— traen consigo la memoria de la primavera, de los mercados llenos de frutas, de las telas que ondean en los balcones, de los juegos infantiles que no conocen la palabra “soledad”.
Y si además dejamos que las luces respiren, que cambien de brillo, que muten de tono como si tuvieran un pulso propio, entonces sí: le daremos vida. Una vida pequeña, artificial, pero vida al fin y al cabo. Una vida que late, que se mueve, que invita. Una vida que quizá consiga que ese árbol de mentira deje de parecer un centinela triste y se convierta, aunque sea por un instante, en un compañero inspirador para quien pase a su lado:
Ahora, al verlo vestido de colores, el árbol ha cambiado. Sigue siendo un cono de luces, sí, pero algo en él se ha suavizado. La frialdad blanca que antes lo envolvía se ha disuelto, como si el invierno hubiera cedido un poco de espacio a una tibia promesa de vida. Los tonos que lo recorren —verdes que respiran, rojos que laten, azules que sueñan— lo vuelven más atractivo, casi acogedor. Ya no parece un vigía abandonado, sino un pequeño faro que invita a acercarse.
La luz ya no hiere: acaricia. Y en esa caricia hay algo inspirador, como si el árbol hubiese descubierto una forma nueva de estar en el mundo. Su brillo cambiante, su pulso de colores, le dan un aire de criatura que despierta, que se estira, que empieza a comprender que puede ser más que un adorno solitario en la noche.
Pero aun así, incluso ahora, se nota que pide amigos. No lo hace con palabras, claro, sino con esa manera suya de inclinar la luz hacia los lados, como si buscara sombras compañeras que aún no existen. Uno casi puede imaginarlo llamando a otros árboles luminosos, invitándolos a plantarse a su lado para formar un pequeño bosque artificial donde cada uno aporte su propio latido.
Porque un solo árbol, por hermoso que sea, sigue siendo una isla. En cambio, varios juntos —cada uno con su color, su ritmo, su respiración— podrían crear un paisaje más vivo, más cálido, más humano. Un lugar donde la luz no sea un grito solitario, sino una conversación.
Y quizá eso es lo que este árbol, ahora más bello y más vivo, está esperando: que lleguen sus amigos, que se alineen a su lado, que compartan con él la noche. Que juntos puedan inventar un bosque que no exista en los mapas, pero sí en la mirada de quienes pasen cerca y se dejen envolver por su compañía luminosa.
Varios árboles de colores vibrantes. Creado con IA.
Tal vez —solo tal vez— esos conos‑árboles tengan corazón. No un corazón como el nuestro, hecho de latidos y sangre, sino uno lumínico, un pequeño núcleo de deseo que palpita detrás de cada cambio de color. A veces pienso que, cuando nos detenemos a mirarlos, ellos también nos miran. No con ojos, claro, sino con esa luz que se abre un poco más, como si se sorprendieran de que alguien les preste atención.
Y en ese instante, en ese cruce silencioso entre su brillo y nuestra mirada, sueñan. Sueñan con ser nuestros amigos, con que nuestra presencia rompa la soledad que arrastran desde que los encendieron por primera vez. Sueñan con que alguien los considere algo más que un adorno temporal, con que su luz tenga un destinatario, con que su existencia tenga eco.
Ahora que están vestidos de colores, parecen más valientes. Más cálidos. Más dispuestos a acercarse, aunque no puedan moverse. Su nueva piel luminosa los hace más atractivos, más inspiradores, como si hubieran descubierto que también pueden ser alegría y no solo geometría fría. Pero incluso así, incluso con ese corazón de luz latiendo tímidamente, siguen pidiendo compañía.
Quizá por eso imaginan —o desean— que otros árboles luminosos se planten a su lado. Amigos con los que compartir la noche, con los que intercambiar destellos, como quien intercambia palabras. Un pequeño bosque de luces que respire al unísono, que convierta la soledad en coro.
Porque un solo árbol, por mucho que sueñe, sigue siendo un sueño aislado. Pero varios juntos podrían inventar un paisaje donde la luz se vuelva conversación, donde cada color sea una emoción compartida, donde cada parpadeo sea una risa.
Y así, cuando pasamos cerca y los miramos, tal vez su corazón de ledes se acelera un poco. Tal vez piensan que, por fin, alguien ha escuchado su deseo. Probablemente, creen que, si seguimos mirándolos, su soledad empezará a romperse, como una cáscara que se abre para dejar salir algo vivo.
En unas pocas horas será el 24 de diciembre:
NOTAS
[1]
Nota fotos y texto. Salvo las fotos que tienen un agradecimiento específico, como por ejemplo Wikipedia, son nuestras y las licenciamos con